Todas mis cicatrices se desvancen en el viento. Por Diego Felipe Cortés

Previo a la escritura de este texto, el poema “Que bien sé yo la fonte” de San Juan de la Cruz se volvió a cruzar en mi vida debido a una conversación con un amigo. Releí el poema y luego, por cosas del azar o el destino, me dispuse a escribir sobre “Todas mis cicatrices se desvanecen en el viento”. Ahora la lectura que hago de la película se mezcla con la del poema, o más bien, los elementos que componen el poema son mi hoja de ruta para navegar el cortometraje.

En el poema, la fuente y la noche son los elementos en torno a los cuales gira la relación que San Juan establece con Dios:

Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche.
1. Aquella eterna fuente está escondida, que bien sé yo do tiene su manida, aunque es de noche.
2. Su origen no lo sé, pues no le tiene, mas sé que todo origen de ella tiene, aunque es de noche.

La fuente, que es Dios mismo, es invisible y sin embargo, a pesar de que es de noche, San Juan sabe en dónde está. En el deseo por conocer a Dios asistimos a un viaje hacia el interior del ser humano, pues en el reconocimiento de que lo divino está en todo, para conocer a Dios, hay que buscar en uno mismo también. Conocer dónde se encuentra la fuente es verse a sí mismo. Como si leyéramos el poema de San Juan, al ver esta película asistimos a un viaje hacia lo profundo de una vida que, aunque ajena a nosotros, es la nuestra también, pues nosotros mismos, guiados por la fuente de luz de las partículas que componen el cortometraje, somos los que hacemos el viaje.

En medio de la oscuridad, unas partículas de luz orbitan en torno a sí mismas conformando una masa poco uniforme que se mueve de forma irregular. De lejos parecen pájaros y de cerca uno podría pensar que son luciérnagas. Me gusta imaginar que también son polvo brillante, escombros, pétalos de un jardín de flores, o la descamación de la piel. Sin embargo, todas juntas son una fuente de luz sin origen o fin que alumbra fragmentos de recuerdos de la madre de Angélica.

La noche y la fuente son los elementos formales a través de los cuales me acerco a este cortometraje, que para mí se impuso como un espacio de ensueño que atestigua una vida ahora compartida entre el testimonio de la película y yo. La fuente son las luces y el viento que viaja por el espacio. La fuente de luz es fuente de vida. Y la noche es el espacio en negro que contiene y oculta un mundo que parece ser más grande de lo que vemos, o de lo que las luces nos dejan ver.

Previo a la aparición de la masa de partículas que componen todo el cortometraje, lo primero que se escucha es el soplar del viento en la inmensidad del negro (la noche). Rápidamente nos damos cuenta que el viento dirige las partículas de luz (la fuente) que poco a poco crean ruinas de un mundo que, paradójicamente, está en construcción. Asistimos a una especie de génesis en el cuál el viento sopla y le da vida a una vida ya vivida que hay que volver a recorrer. El soplo de vida que otorga alma a la materia creada, en este caso, reanima lo que ya se vivió (los recuerdos) con la intención de revisitar espacios que ahora crean nuevos vínculos afectivos y corporales entre la mamá, Angélica y nosotros.

5. Su claridad nunca es oscurecida, y sé que toda luz de ella es venida,

aunque es de noche.

6. Sé ser tan caudalosos sus corrientes que infiernos, cielos riegan y las gentes, aunque es de noche.

Tanto en el poema, como en el cortometraje, la fuente es todo lo creado. Observamos unas partículas de luz color verde que siempre nos muestran espacios exteriores llenos de naturaleza. Una especie de Edén computarizado y apenas vislumbrado. El verde es estridente, es fuerte, es un verde artificial, poco natural, un verde que solo podemos ver en pantalla. Por otro lado, las otras partículas, que son rojas, nos muestran espacios interiores. Pueden ser rojo sangre, rojo infierno, rojo artificial, son un rojo que solo podemos ver en pantalla. Son colores que dividen los espacios casi como si dividiéramos los estados o tránsitos del alma humana: el infierno y la tierra. Transitamos entre ellos en busca de algo, que creo que puede ser el cielo o la muerte. La muerte total o la de apenas un fragmento de nosotros.

Adicional a esta dicotomía, el texto es un tercer elemento que llena de sentido el viaje y que solo aparece sobre las partículas rojas. “Fue cuando quisieron comprar una nevera para la casa” se escribe en la pantalla al inicio de la película sobre una cocina en rojo y yo, con mi propia voz, leí y creé el recorrido. Todo el cortometraje es un recorrido con una cámara subjetiva que contribuye a acentuar la sensación de que por momentos somos nosotros los que hablamos. El texto en pantalla es la voz de la madre, la de Angélica y la nuestra. Juntas caminamos por el mismo espacio. La voz también es creadora. Cuando vi el cortometraje por primera vez me sentí hipnotizado, pues entré a un espacio y tiempo que no tiene que ver mucho con una progresión lineal, con claridades de causa y efecto, sino con un estado más parecido al del orden de la repetición cambiante, de la oración. El poema de San Juan es un poema con el que se ha orado; su texto, como el de “Todas mis cicatrices se desvanecen en el tiempo”, son vehículo de conexión con el interior (con Dios y los demás).

“A veces me escondía en el cafetal hasta desaparecer en el viento” se escribe en otro momento en la pantalla, y se hace evidente que el viento acá no solo es fuente de vida sino encuentro con la curación de sí misma. El viento, como Dios, tiene la potencia de

dar y quitar vida. Da, cura y transforma. Al viento realmente no lo vemos, sino que vemos la causa de su potencia inicial: produce movimiento en otros objetos logrando, en algunos casos, que cambien de un estado a otro y, en otros, su desplazamiento a lugares que ya no vemos. Las partículas que Angélica construyó en medio de su relación con su madre se transforman y desaparecen, se generan y luego se van. Impulsadas por el viento dejan atrás lugares y huellas. Sus rastros no volverán a estar en el mismo lugar, sino que seguirán andando sin fin hasta que algunos no vuelvan más. Sin embargo, parece que para poder soltar las heridas al viento estas se deben indagar por decisión propia, entre madre e hija.

Creo que el viento que mueve las partículas de luz de Angélica ilumina la fuente invisible de San Juan para revelarla como una caricia que toca y mueve todo lo creado. Como San Juan, en la soledad del encierro podemos entrar en nosotros mismos para buscar la fuente interior que nos ama, sin embargo, es en la relación que establecemos con los otros, en este caso la que establece Angélica con su madre, que podemos sanar las heridas que el viento nos trae y se lleva. Al final del cortometraje, observamos el abrazo de una madre que cuida a su hija. Y es que es en el abrazo, en que soportamos al otro que al mismo tiempo nos soporta, en donde podemos vislumbrar la fuente invisible que sana, pues allí realmente no vemos al otro con los ojos, sino que lo sentimos (y nos sentimos) con todo nuestro cuerpo.

Esta película, como el poema, es un eterno y constante fluir en compañía. Imagino el aliento que la otra persona produce al soplar o decir una palabra y me regocijo por ver al otro y poder viajar con él. Este cortometraje, con aire a un viaje trascendental y sagrado, imprime en nosotros sensaciones terrenas, un impulso que invita a recorrer la vida que pronto termina. No asistimos a una plegaria por la vida eterna sino al cuidado de los dolores finitos. Así como San Juan al momento de escribir este poema se encontraba preso, como espectadores también lo estamos con los recuerdos relatados en pantalla. Sin embargo, el texto y la imagen se vuelven fuentes que alivian.

10. Aquí se está llamando a las criaturas,
y de esta agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche.

11. Aquesta viva fuente que deseo, en este pan de vida yo la veo, aunque es de noche.